Esta es la segunda parte del relato con las aventuras de Steinfield. Este relato, obra de Monti, está ambientado en el periodo previo a la primera guerra del Sistema Solar. Esta segunda parte comienza donde termina la primera, en el momento en que suena el comunicador en el despacho del coronel Steinfield (1 página).
-Señor, hemos detectado algo, tendría que venir al puente- Steinfield y Guillot se miraron con cara de extrañeza y salieron apresuradamente del despacho sin molestarse en recoger la botella y los vasos.
Una vez en el puente de mando de la nave un oficial se dirigió a Steinfield
-Señor, hemos interceptado un mensaje de radio, creemos que se trata de una comunicación entre piratas- Steinfield frunció el ceño
-¿Que han averiguado?- preguntó mientras se dirigía a su puesto. El oficial explicó que el mensaje estaba cifrado, con lo que no habían podido leer su contenido, aunque si habían podido descubrir el protocolo de comunicación utilizado; se trataba de un protocolo específico de una familia de transmisores fabricados en Titán, la luna de Saturno, y que era muy popular entre las empresas de la zona exterior del Sistema Solar, que los emplean para comunicaciones corporativas. El origen de la transmisión lo habían acotado a una zona donde lo único que había eran nueve asteroides que, según el registro de actividad minera, estaban despoblados lo que significaba que el origen de la transmisión era alguna instalación clandestina. No obstante, lo que de verdad había despertado las sospechas es que el mensaje interceptado no se había transmitido completo, desde la base habían cortado la transmisión, probablemente al detectar la presencia del Yamato. Cuando el oficial terminó sus explicaciones, Steinfield se quedó pensativo unos segundos.
-¿Han intentado establecer contacto con los sospechosos?- preguntó finalmente.
-Si, hemos actuado según el protocolo de identificación, pero no hemos tenido respuesta- Steinfield pidió que pusieran en la pantalla principal de la sala el mapa con los asteroides y, desde su consola, fue revisando las fichas.
El puente, situado en el corazón de la nave, en la zona más resguardada y protegida de la misma, estaba presidida por una gigantesca pantalla que ocupaba toda la pared. Los oficiales manejaban sus consolas frenéticamente, y el puente empezó a hervir con la frenética aunque silencios actividad de los oficiales, que recogían y analizaban datos. Las pantallas esparcidas por doquier mostraban infinidad de datos acerca de los asteroides circundantes. Steinfield contemplaba el puente desde su posición elevada, mientras estudiaba con detenimiento los sumarios que llegaban a su consola. Podía ver las consolas de sus oficiales, pantallas táctiles, como la suya, que permitían reconfigurar los mandos a voluntad, con las ventanas repletas de texto e imágenes, gráficos y datos de composiciones volando de una esquina a otra de las mismas.
Tras un buen rato revisando y releyendo fichas, Steinfield centró su atención en un pequeño asteroide que puso en la pantalla principal, a la vista de todos; era una pequeña roca silícea de unos 100 metros de longitud cuyo código de catálogo era 8354912 Lanser VII.
-¿Cree que los piratas se esconden en ese asteroide, señor?- preguntó Guillot. En las misiones de patrulla, cualquiera que no responda a las llamadas de identificación se considera un pirata.
-Es una roca sin ningún interés minero que está muy apartada de cualquier ruta comercial. Si, es el sitio ideal para esconder una base- respondió en un tono reflexivo.
-¿Cuales son sus órdenes señor?-
Steinfield repasó el mapa de la zona, ahora en la pantalla principal, buscando los asteroides más cercanos al que le interesaba para centrar su atención en otra pequeña roca de código 8357989 Meredick III y se quedó pensativo durante unos larguísimos segundos antes de decidirse a hablar.
-¡Apaguen!- ordenó finalmente en tono recio.
La ciencia ficción nos ha acostumbrado a imaginar las naves de espaciales como objetos brillantes de color blanco o metalizado, eso es sólo parcialmente cierto. Es cierto que las naves civiles, equipadas por lo general con recubrimientos reflectantes, para repeler la radiación solar y evitar el riesgo de sobrecalentamiento, sí son objetos esencialmente brillantes, pero no sucede así con las naves militares. El problema radica en que, en una zona hostil, con un número indeterminado de enemigos buscando tu destrucción, no resulta saludable parecer un casino de Las Vegas. Precisamente por ello las naves militares son de color negro, están diseñadas para absorber la radiación, y sus únicas luces son las de posición, exigidas por las normativas de navegación. Por eso cuando se entra en una zona hostil, o se decreta un estado de peligro, la primera orden del comandante es la de apagar dichas luces y desconectar las transmisiones que puedan ser detectadas por el enemigo.