Después de haber estado dando la tabarra con este relato a todo el mundo por fin está terminado. Por recomendación de Monti, y atendiendo a la longitud del mismo, este relato irá saliendo día sí día no hasta que se termine. Espero que os guste. Esta primera parte se la dedico a mi asesor científico-friki por su apoyo y por echarme una mano en la descripción de la luna (2 páginas)
Resurrección
Allí estaba yo, aun joven y lleno de energía, cruzando el espacio a tres mil setecientos kilómetros por hora mientras empuñaba una ametralladora lista para despedazar a cualquier adversario que osara oponerse a mí. Era un martes aburridísimo. Me encontraba destinado como personal de seguridad en Alpha, la antaño legendaria base desde donde se había iniciado la colonización del Sistema Solar. Un lugar repleto de historia, y algo falto de mantenimiento. Hoy en día Alpha solo era una base militar de desarrollo de armamento en el lado oculto de la luna, a unos 42º sobre el ecuador, un lugar de segundo orden más destinado al reciclaje de armamento antiguo para aprovechar los materiales y a atraer la conspiranoia de los amantes del gobierno en la sombra que a cualquier otra cosa. No era un destino glamuroso ni emocionante, ni tampoco especialmente bien pagado, allí acabábamos los niños de papá con tradición militar que necesitaban un destino seguro y tranquilo para cumplir con su apellido y los que, como yo, teníamos un historial de obediencia demasiado impoluto como para que nos pudieran expulsar y unas calificaciones como soldados demasiado bajas como para recibir un destino mejor. Las dos otras únicas cosas que quedaban en la Luna eran el Tycho Brahe, el supertelescopio de 100 metros que en su momento revolucionó la ciencia y cuya función se había visto reducida a servir para que los estudiantes universitarios hicieran sus tesis, y las zonas de aterrizaje de las Apolo, el epicentro de la colonización, “el lugar que todo ser humano debe visitar al menos una vez en su vida” y a las que ya sólo los turistas japoneses sacaban fotos. La luna era, sin lugar a dudas, un lugar decadente, aburrido y mortecino; un lugar que se mantenía en pie gracias a los millonarios que deseaban sentirse parte de la historia sin tomarse las molestias ni correr los riesgos que comporta escribirla.
La ronda resultó entre tediosa y agotadora, pasearse por aquellos pasillos de acero, cargando con la ametralladora y un traje de combate plenamente equipado no era cosa para andar haciendo, y últimamente los turnos dobles se estaban convirtiendo en una costumbre incómoda. Hacía ya algún tiempo que entre los soldados sin sangre azul la tensión se estaba acumulando, habiendo llegado a agredir a uno de aquellos condenados hijos de papá que estaba demasiado borracho como para reconocer a nadie. Eso sin mencionar que el alcohol sólo existía como producto de contrabando en aquel lugar, y que ningún papá quiere que su apellido se vincule a eso. Por lo insostenible de la situación no me sorprendí lo más mínimo cuando, al ir a entrar en la sala de mando para presentar mi informe tras haber pasado por la armería para dejar al equipo, oí la dura voz de férrea disciplina y el acento de una de las personas que mejor había llegado a conocer en los últimos tiempos.
-Coronel Ekaterina Sledgovna Alexeyeva ¿Puedo preguntarle qué hace usted aquí?-
-Puede soldado Celaya, pero ambos sabemos que no puedo contestarle- Me saludó sin mostrar un ápice de sorpresa y con el acento más marcadamente ruso de toda la Luna. La esperé durante poco más de un minuto mientras ella daba órdenes solicitando lo que serían varias montañas de informes sobre turnos, funcionamiento de la enfermería, y todos los movimientos económicos, desde la compra de material hasta lo que se gastaba en las máquinas de la cafetería. En cuestión de una semana la coronel Alexeyeva sabría todo lo que se pudiera saber de aquel lugar, de quienes lo habitaban y, sobre todo, de quienes merecieran a su juicio, una reprimenda.
-Tener que venir a este agujero dejado de la mano de Dios por cuatro malcriados y un corrupto… es denigrante- me saludó la coronel cuando salió.
-Vamos Ekaterina, este sitio no está tan mal- la coronel me miró levantando una ceja. –Bueno… es tranquilo- corregí encogiéndome de hombros.
-Héctor, soy una estratega condecorada, que me envíen a aquí porque algunos millonarios quieran que les dé a sus hijos el azote que ellos no estaban en casa para darles es un insulto a mi trayectoria- en sus ojos asomaba la resignación de una mujer vencida por las circunstancias.
-Tú te retiraste del servicio activo para ser instructora- le dije. –Además, nunca fuiste muy popular entre los mandos- añadí con una sonrisa.
-Sí, que una mujer acoja a reclutas como tú y consiga no sólo que no los expulsen sino que se gradúen no les sentó nunca demasiado bien- afirmó la rusa con cierto orgullo.
-Están contentos de librarse de ti, y todos los preocupados y acaudalados papás se sentirán más generosos con sus donaciones sabiendo que Ekaterina Sledgovna Alexeyeva meterá a sus hijos en cintura- apunté sintetizando la situación. –Lo que no comprendo es por qué dejaste el servicio activo- Añadí mirando al suelo.
-Pequeño, cuando una mujer llega a cierta edad, siente la necesidad, por así decirlo, de sentar la cabeza- observé que Ekaterina se sonrojaba tenuemente. Pasada la media treintena, la coronel estaba cerca de duplicarme la edad. No dijimos nada más en nuestro corto periplo de vuelta a la sala de mando.
-Coronel Sledgovna, los informes ya están…- dijo un técnico al verla entrar.
-¡Se dirigirá a mí como coronel Alexeyeva o coronel!- bramó Ekaterina. Salí de allí riendo por lo bajo de camino a una cama que me llamaba con vehemencia.
Un saludo.